jueves, 29 de mayo de 2008

El último faquir



Claro que es cierto.
Nadie puede decir que usted tuvo otro amigo mejor que este que ahora le habla chupándose las lágrimas, y aunque fueron pocas las personas que nos conocieron, yo creo que todos se percataron de ese cariño inmenso que se dejaba notar así, despacio, como se expresa el verdadero cariño de los hombres, que a veces no precisa de mayores palabras, y basta con llenar el vaso sin derramar el vino.

Cariño de hombre simplemente. Cariño de paquete de cigarros lanzado a la mesa sin más explicaciones que las ganas de fumar que se adivinan. Cariño, silencio y palmada en la espalda luego de escuchar durante horas el rosario de desgracias que siempre lo acorralaron. Cariño de hombre que casi todos vieron, casi todos, menos usted, por cierto.Acuérdese, compadre. Porque somos compadres, ¿no? Acuérdese de que fui yo quien le dijo una mañana que tenía que hacer como los artistas del teatro, quienes como mucho dan dos funciones al día. Acuérdese de que fui yo quien le insistió en eso de darse categoría y de respetar el puñado de talento que a veces nos sale desde la angustia y el estómago. Y acuérdese también de que fui yo el que llegó un día con el cartelito recién pintado sobre una cartulina blanca. ¡Lindo que quedó! Si todavía me acuerdo.
“Ya no hay duda que valga y la verdad se impone en este mundo de farsantes. La prensa y la televisión lo han demostrado a millones de incrédulos. Alí Kazam es el último de los verdaderos faquires que nos van quedando. Alí Kazam come focos eléctricos como si fueran galletas de obleas y traga cuchillas de afeitar como quien toma analgésicos. Alí Kazam logra estas proezas a merced de su vida vegetariana, que sobrelleva con más consecuencia que un caballo. Alí Kazam es flaco pero sano y agradece la cooperación del respetable público que observa atónito sus representaciones. Dos veces al día Alí Kazam tragará ante ustedes toda clase de vidrios y objetos metálicos, retirándose luego a descansar, a meditar sentado en una tabla erizada de clavos. Vengan usted y su familia y vean a Alí Kazan, el último y verdadero faquir que nos va quedando en estos tiempos de timo e imitación. Ali Kazan se presentará sólo por unos pocos días en esta ciudad antes de proseguir su viaje, que empezó en su patria, la lejana y misteriosa India, en busca de la paz y la verdad”. Y perdóneme que se lo recuerde, compadre, porque somos compadres, ¿no?, que fui yo también quien le puso el nombre, porque de no haber estado yo presente, usted y su idea del “Gran Mauricio” no hubiera llegado ni a la esquina. Si hasta el turbante se lo hice yo pues, compadre, copia fiel de uno que salía en Seleccione, porque de algo sirve a veces haber leído. Turbante digno de un sultán me salió pues, compadre, muy diferente a ese montón de esparadrapo con que le coronaban la cabeza en el circo. Si le digo ahora todas estas cosas, compadre, no lo hago con la intención de cobrarle favor alguno. No. Lo hecho, hecho está y así se queda, sólo quiero recordarle que sin mí usted nunca hubiera figurado ni se hubiera leído su nombre de artista en más de algún periódico. Acuérdese de que en el circo lo dejaron finalmente para que cambiara el aserrín que meaban los leones, porque cuando le dio el calambre en plena función de gala quedó de sobra demostrado que para hombre de goma usted no tenía ningún talento. Y entonces, ¿quién se fijó en su cuerpo flacuchento, todo tiritón y tratando inútilmente de sacarse la pata de la nunca. Yo pues, compadre. Su amigo. Acuérdese de que yo me acerqué, si hacer caso de las carcajadas del respetable público e ignorando las puteadas del empresario, que lo ayudé a desanudarse y le dije: “Compadre, viéndolo bien, usted tiene una irresistible pinta de faquir”, y usted, compadre, me miraba con esos ojos suyos, ojos de ternero en el umbral del sacrificio, y no tenía ni la menor idea del tremendo futuro que yo le estaba fraguando. ¿Quién le prestó los libros de Lobsang Rampa para que aprendiera algo de la India? Yo pues, compadre. Su amigo. ¿Quién no dijo ni pío cuando usted cambió los libros sin haberlos leído siquiera por algunos botellones del tinto más malacatoso? Este pecho pues, compadre. Su amigo. Acuérdese de que yo le enseñé cómo hacen los marinos mercantes para masticar los vidrios hasta convertirlos en harina y esconderlos debajo de la lengua. Acuérdese de que yo le conseguí las ampollas de pintura, de esas que llevan los magos en el sombrero cuando hacen el truco de los huevos, y acuérdese de que yo le compré las botellas de aguardiente, del más fortachón, del guarapón de curtiduría pues, compadre, para que se le secaran las encías y se le pusiera dura la boca. Haga memoria, compadre, y dígame si no fui yo quien le enseñó cómo meterse las hojas de afeitar entre los dientes, despacio, muy despacio, sin tocar las encías para poder luego partirlas moviéndolas con la lengua. Y no se olvide de cuánto me costó conseguir las inyecciones de anestesia para cuando hacía el número de atravesarse alfileres en los brazos. No es que yo le esté cobrando nada, compadre, porque somos compadres, ¿no? Sólo quiero decirle que nadie, ni usted mismo, puede decir que hubo otro amigo mejor que yo en su vida. El amigo que lo formó, que lo llevó de la mano por los derroteros del éxito y le hizo beber del vino del aplauso. Yo pues, compadre, su amigo, el que lo hizo artista.
Pero usted, compadre, y perdóneme que se lo diga ahora en estas circunstancias tan risibles, siempre fue un porfiado, más porfiado que una mula.

Tantas veces le repetí: “Compadre, ha de entender que el talento de cada hombre tiene sus propias limitaciones”, pero hablarle a usted, compadre, se fue haciendo cada vez más impracticable, tal vez, ahora que lo pienso, porque la fama se le fue subiendo a la cabeza. Acuérdese de que casi me mató de rabia en todas aquellas ocasiones en que se bebió el aguardiente sin haber hecho ninguna prueba, y tuve que explicarle al respetable público que su caminar trastabillante no era consecuencia de una borrachera, sino la natural debilidad del ayuno observado por todo faquir que se respete o, para ser más explícito, ¿se acuerda, compadre, de esa vez en que le conseguí la primera actuación en la tele?, ¿se acuerda de que la noche anterior, y sin decirme media palabra, dejó la capa empeñada en un prostíbulo? Tuve que recorrer todos los burdeles del puerto para recuperar el traje de faquir y, preguntando al puterío, encontré por fin la capa sirviendo de mantel en una mesa pringosa. “Le compro la cortina”, me dijo un marica vestido de fandanguero, como si no me hubiera costado veinte noches de pincharme los dedos el bordarle los signos del horóscopo en el mismo orden que aparecen en el almanaque Bristol. Cuántas veces le dije: “Compadre, no salga a tomar con el traje de faquir, ¿no ve que piensan que es un loco?”. Y usted dale que dale con que lo confundían con el embajador de Paquistán. ¡Ay compadre! Compadrito, perdóneme que se lo repita, pero usted fue un porfiado, más porfiado que una mula. Ahora que estoy sentado, ahora que me he fumado casi un paquete de cigarrillos, pienso y pienso y por más que le dé vueltas no logro imaginarme de dónde demonios sacó el sable. Según el enano, usted dijo con bastantes tragos en el cuerpo: “Ha llegado la hora de que Alí Kazan haga una prueba nunca vista en este circo de mierda. Ha llegado la hora de que Alí Kazan, el último faquir, deje de comer clavos y tachuelas de zapatero y se trague un sable. Un sable de caballería, sin sal y hasta el mango”: Cuando me llamaron, compadre, yo estaba tranquilamente sentado junto a mi copita de vino, usted sabe, esos vinitos tranquilos que yo me tomo, esos vinitos sin escándalo, esos vinitos silenciosos en los que me concentro y voy creando las nuevas pruebas con las que cosechamos tantos aplausos. Para serle franco, compadre, estaba pensando en una prueba tremenda, un número espectacular para el que solo necesitábamos doblar la dosis de anestesia en sus brazos y, por sobre todo, estaba aprendiendo a confiar en usted. Estaba a punto de confiar en usted y, como prueba, compadre, acuérdese de que lo dejé solo en las tres últimas funciones, pero, como dice la Biblia, “ya ve”, usted nunca se ganó la confianza total de la gente; siempre con sus arrebatos de última hora.

Cuando me llamaron, compadre, salí corriendo. Usted sabe que nunca lo dejé solo en sus momentos de apuros, y perdóneme, compadre, pero palabra que me dio risa cuando vi cómo lo sacaban sentado en la camilla, con las piernas cruzadas, con la boca tremendamente abierta y medio sable metido en el cuerpo. Al verlo, casi me voy de espaldas, pero finalmente me dio risa verlo en esa situación, con los ojos cerrados y dos hilitos de sangre cayendo de sus labios. Me dio risa ver cómo los enfermeros le sujetaban las manos para que no tratara de sacarse el sable usted mismo, o metérselo hasta el fondo para ganar la apuesta. Perdóneme que se lo diga ahora, compadre, pero usted no habría cambiado nunca. Un enfermero me ha dicho que ya le han sacado el sable y que me lo van a entregar pronto. Yo le pregunté si lo que me van a entregar es el sable, y el enfermero me dijo que también, pero que se refería a usted. “Apenas lo terminen de zurcir se lo entregamos”, me dijo. Afuera, compadre, hay una mujer llorando. ¿Por qué no me dijo que era casado, compadre? Me ha gritado un montón de insultos y me ha amenazado con mandarme a la cárcel porque yo soy el responsable de su tontería de creerse faquir. Yo me he tragado los insultos, compadre, usted me conoce. Lo único que le he dicho es que “yo le enseñé un oficio, señora, digamos que soy su manager y, de paso, su mejor amigo”, pero ella sigue gritando allá afuera que yo soy el único responsable de su locura. Pero aquí me tiene pues, compadre. Esperando a que me lo entreguen, a lo mejor envuelto en la misma capa que yo le bordé y que tan buenos tiempos nos ha dado, a lo mejor envuelto en una sábana o en una bolsa de plástico. No importa. Aquí tiene a su compadre, a su mejor amigo, siempre al pie del cañón, como en los buenos tiempos. Yo no sé qué va a pasar más tarde, pero quiero que una cosa quede ahora bien clara: yo fui su mejor amigo, compadre, el que le enseñó los trucos que dejaban a la gente boquiabierta, el que le bordó la capa y le compró los talismanes de la buena suerte, el que lo acompaña ahora separado por una pared blanca, el que tendrá que pagar el cajón, los cirios y el cura, el que conseguirá la corona a nombre del sindicato circense, el que peleará por que su muerte sea considerada un accidente de trabajo, el que pedirá un minuto de silencio por el alma de Alí Kazan en la función de esta noche.

Ahora se abre una puerta, compadre. Dos hombres traen una camilla y alcanzo a reconocer una de sus zapatillas puntiagudas. Uno de los hombres pregunta: “¿Quién se hace cargo del fiambre?, y le respondo: “Yo, señor”. “¿Pariente?”, pregunta el enfermero. “No, su mejor amigo”, le respondo, porque es cierto.

© Luis Sepúlveda De Desencuentros(Tusquets, 1997)

*Imagen 1. Luis Sepúlveda.
*Imagen 2. Moro guacho¿?

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