miércoles, 4 de junio de 2008

Cita a ciegas

Don Mateo esperaba que las agujas de su reloj marcaran las diez de la noche. Ansiaba que llegara el momento en que su respiración se sintiera entrecortada de emoción al ver a una hermosa mujer entrar en la sala de mesas de aquel restaurante, del que tantas veces había oído hablar. Quizás aquel teléfono de cita a ciegas del periódico le hiciera recordar momentos de su juventud. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que quedara con una hermosa mujer, en un caro restaurante, para luego hacer esas cosas, que cuando dejan de hacerse con frecuencia, antes se quieren olvidar para no echarlas de menos. Mateo esperaba a una mujer con el cabello suelto, color castaño y unas ondulaciones, que casi se convertirían en rizos al andar. Ese andar, que Mateo esperaba, semejante a una danza hipnotizadora, en el que unas curvas sensuales, marcadas por el traje rojo, desviarían la mirada hacia unos labios no menos carnosos que los pechos.

Esta vez, Mateo se había adelantado a la hora de llegar. Ya que no quería que resultara impresentable por llegar impuntual, y con la frente sudorosa. Como solía ocurrirle con el trabajo. Ponía el despertador temprano, pero siempre se levantaba tarde, y luego, con las prisas llegaba con retraso y andando casi corriendo. Esta vez Mateo quería hacerlo bien.


Al ser Sábado, no tenía que levantarse temprano para correr como siempre. Así que pudo dormir lo que quiso. Después de horas pensando en la cama, contento por la cita que apremiaba por la noche, se levantó y se preparó una taza de café, a pesar de que pensaba que eso debería hacerlo aquella mujer extranjera que limpiaba la casa, y de la que sospechaba siempre de que podría robarle algo, aunque nunca le faltó de nada. Para Mateo, esas personas de otro país, solo podrían causar daños en la sociedad. En lo que no se fijaba Mateo, era en que esas la mayoría solo querían trabajar para poder vivir. Y si querían trabajo, la casa de Mateo era un buen lugar por donde empezar. Durante años había vivido solo y sin ninguna compañía que le pudiera decir el desastre que era la casa. Desde que su madre, ya fallecida, entró en aquel asilo de la ciudad, nadie había frecuentado la casa. Así que se puede decir que Mateo era un tipo bastante vago y descuidado, aparte de racista.


Hasta las seis de la tarde Mateo había estado pensando varios temas de conversación para la cena. Para Mateo, hablar por hablar era solo para aquellas personas que creían en la amistad y en la esperanza de ser felices sin necesidad de tener riquezas materiales. Mateo pensaba en que una persona que quisiera sentirse realizada, debía poseer grandes poderes fuese como fuese. Posiblemente, si era necesario, tendría que traicionar a un amigo a sus espaldas, para que éste luego no se pudiese vengar. Al fin y al cabo, los amigos de Mateo podrían contarse con los dedos de una mano. Los dedos de la mano de un brazo que acababa en muñon. Posiblemente, debido a sus escasos temas de conversación. Esos a los que ahora daba vueltas y vueltas, para convencer a es vigorosa mujer, de que él era el apuesto galán que estaba buscando. Se afeitó tranquilamente y concentrado, de que su barba estuviese lo más apurada posible, y para que las patillas estuvieran lo mas niveladas posible. Se duchó. Al salir de la ducha, impregnó su cara de aftershave, y se probó diferentes camisas. Cuando se decidió por la más planchada, terminó de vestirse y peinó su cuero cabelludo de forma que podia notarse el grosor de las púas del peine, en el que había dejado restos de gomina. Y esta vez se echó colonia para que incluso él mismo nunca dejase de olerse.


A las nueve dejó atrás su calle, y se dirigió al restaurante donde había quedado con la hermosa mujer a la que esperaba. Aquel restaurante con nombre farncés, que Mateo no entendía, y con un cartel en la entrada con una letra que expresaba el caché que tenía el lugar. Para reconocerse, Mateo llevaría una corbata de color púrpura, y dejaría en la mesa un bolígrafo con la punta como si de una pluma se tratase. La hermosa mujer llevaría el pelo suelto, un traje rojo y, como muchas mujeres llevaban traje rojo a aquel restaurante, tendría en las manos un pequeño cuaderno de gusanillo. Como si fuese una agenda.


Eran las nueve cuarenta y cinco, y Mateo ya empezaba a sentirse nervioso. Como si la hora de quedada hubiese pasado y ella se estuviera retrasando. Advirtió a la camarera que esperaba una cita a las diez en punto, y que cuando la viese entrar, no olvidase traer una botella de vino rosado, una rosa roja, que Mateo trajo consigo, en un plato, y que encendiera dos velas. La camarera le miraba con una ceja arqueada y cuando Mateo terminó de dar sus órdenes, la camarera respondió con desgana un “Es la tercera vez que me lo repite, Señor. Le aseguro que todo ello estará a su disposición”. Todo ello lo hacía, porque no quería correr el riesgo de la cita a ciegas anterior, en la que Mateo se forzó a tener malos modales para que aquella obesa mujer le rechazara.


Cuando llegaron las diez menos cinco, Mateo fue al baño a refrescarse la cara. Se miró al espejo y se dijo “Esta noche es posible que tu suerte cambie”. Tras varios golpes con las mujeres, cinco minutos antes de quedar con otra, empezaba a sentirse optimista. Se secó la cara con una de las toallas y volvió al salón de las mesas. Mientras se dirigía a la mesa, vió que una mujer de cabello oscuro y piel de un hermoso color casi aceitunado estaba sentada en su mesa. Llevaba un traje de color rojo, y en la mesa había un cuaderno pequeño parecido a una agenda. “¡Una mulata!, estas si que se saben mover bién” pensó Mateo. Se acercó a ella casi rodeándola, y se sentó con aire galán. Cuando vió la reconocida cara de asombro de la mujer, Mateo pensó que aquello debía ser una broma.


Así que esta es la historia de Mateo. El hombre racista, vago, ambicioso y desesperado, que a lo máximo que aspiró en su vida, fue a llamar a un teléfono del periódico de citas a ciegas, y a tener una cena, teniendo que reconocer que hay personas que a pesar de tener menos, suelen tener más que dar. Si no, podeis preguntarle a la mujer extranjera que limpiaba en su casa, hasta el día en el que tuvo una cita a ciegas con el descuidado hombre para el que limpiaba por cinco míseros euros a la hora.


Juan Carlos Arniz C.


*Imagen: Cosecha propia